Yo sé que muy seguido escribo de ustedes pero es que los caminos solos me devuelven a su seno.
Veo mi vida y la de otros desarrollarse a travez de los años, e infaliblemente veo la mano de Dios poniendo todo en su lugar lentamente, aun cuando parecía que no iba a suceder, aun cuando yo no quería que sucediera.
Y entre más camino y más veo, más me convenzo, de lo que suena trilladísimo, por ser ciertísimo: no hay regalo más grande de un padre para un hijo que la fe.
Vi padres sofisticados usando las últimas tendencias de la psicología para formar hijos que más adelante no se salvarían del sin sentido.
Vi padres millonarios derramar lujos exuberantes sobre lo más amado que tenían, sus hijos, sin lograr salvarlos de un mortal vacío emocional.
Pero a mí, mis padres, me dieron amor y mucha fe, y claro que no me salvaron del sin sentido ni del vacío emocional, pero de lo que ellos no me pudieron librar, me libró la fe que me inculcaron.
Aún cuando le perdí el amor a la vida, la fe me mantuvo en pie.
Yo no tendré jamás como pagarles el enseñarme a creer en un orden perfecto, que a pesar de todo, tarde o temprano, de la cenizas sacaría luz.
Gracias por enseñarme que la vida trascendía mi vista, y había mucho más amor detrás de lo que incluso no entendía.
Ese es el único obsequio capaz de superar y reemplazar con éxito a todos los demás.
Yo no soy hija de catedráticos ni terratenientes, soy hija orgullosa de dos seres humanos sencillos y maravillosos que me regaron día a día con gotitas de lo mejor que tenían.
Gracias por su fe, gracias por sus oraciones constantes, gracias por cada velita encendida en honor a mis pruebas y luchas.
Gracias por enseñarme que de la mano de Dios el amor nunca me faltaría y que eso valía el mundo.
Gracias mis ángeles, mis bastiones, mis maestros, mis padres.
Los amo como las palabras no alcanzan a expresar,
Carolina.
Comentarios
Publicar un comentario